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Las consecuencias de la permisividad total

Una de las grandes dudas de padres y madres en la educación y socialización de sus hijos e hijas es referente a los límites que deben imponerles en sus actitudes y comportamientos. ¿Cuándo hay que recriminar, advertir o castigar a un niño? ¿En qué momento el ejercicio de la autoridad pasa de lo necesario a lo abusivo? ¿Cómo podemos guiar a nuestros hijos sin generar tensiones innecesarias? Las preguntas se amontonan y no siempre se encuentran respuestas. Un primer paso para afrontar estas dificultades consiste en tomar conciencia de que no es beneficioso, para pequeños ni para adultos, proteger y excusar por sistema la actitud de los hijos e hijas.

Las consecuencias de la permisividad total y la sobreprotección pueden ser muy negativas. He aquí dos ejemplos reales y cada vez más habituales. En el primer caso, un niño de unos ocho años se acerca a una mochila en un centro comercial y le arranca un elemento decorativo. El dependiente le llama la atención y le pide que se lo devuelva. El niño acude a su padre diciendo que el empleado le ha maltratado. Acto seguido, el padre se encara con el dependiente y le desautoriza de malos modos, en público y delante de su hijo. ¿Qué aprende este niño? Que su padre le defenderá aunque se comporte mal. Es decir, que portarse mal no está mal.

En el segundo, un padre es juzgado por abofetear a un profesor. La razón: el docente había amonestado a su hija porque no quería entrar en clase tras el recreo. El padre no acude al juicio. El profesor no pide sanción: sólo quería que el progenitor le pidiera disculpas delante de su hija, para que ésta supiera la diferencia entre un comportamiento correcto y otro incorrecto. Pero no hay disculpas y el profesor ha cambiado de colegio. La niña sigue en el centro.

Del autoritarismo a la libertad

Estos son sólo dos muestras de un fenómeno social creciente y preocupante que no tiene una sola explicación. Muchos investigadores aseguran que la experiencia familiar de los actuales progenitores ha influido de forma notable. Hace veinte años, adultos formados con una educación familiar estricta se estrenaron en la tarea de ser padre o madre, convencidos de que había que superar el autoritarismo que habían sufrido. Eso empujó a muchos de ellos a dejar hacer, a no llevar la contraria al hijo o hija para que no sufriera traumas psicológicos, a no usar los castigos como método de aprendizaje, a satisfacer caprichos, a proteger a los hijos e incluso desprestigiar en algunos casos a otros educadores, principalmente maestros.

La tolerancia a la frustración y el autocontrol

En la educación de un hijo no se pueden evadir las normas ni la jerarquía. Un niño aprende que cuando su madre o su padre dicen que no, esa decisión es inamovible. La frustración que le generará es inevitable, pero debe aprender a tolerarla y convivir con ella porque las normas son precisamente las que le dan seguridad y le enseñan a confiar en un criterio sólido.

Ante una pataleta o un enfado, se le puede ignorar hasta que recobre la calma, pero no celebrar que se ha tranquilizado ni negar el conflicto. Tras perder el autocontrol y recuperar la tranquilidad, el niño aguarda expectante. La indiferencia le dolerá más que un castigo ponderado, por lo que conviene hacerle ver lo estéril de su comportamiento con un ejercicio de la autoridad que le permita aprender algo de la experiencia.

Poner límites a las conductas, no a los sentimientos

Los niños necesitan ser guiados por los adultos y para ello es fundamental establecer reglas con las que fortalecer conductas y lograr su crecimiento personal. Los límites se deben orientar al comportamiento del niño, no a la expresión de sus sentimientos. Se le puede exigir que no haga algo, pero no se le puede pedir, por ejemplo, que no sienta rabia o que no llore. Los márgenes deben fijarse sin humillar al niño para que no se sienta herido en su autoestima. Por eso, no se debe descalificar ("eres un tonto", "eres malo"...), sino marcar el problema ("eso que haces o eso que dices está mal"). Conviene dar razones, pero no excederse en la explicación. Los sermones no sirven de mucho. Los niños responden a los hechos, no a las palabras. Un gesto de firmeza y serenidad, acompañado de pocas palabras será más efectivo que un discurso.

¿Por qué nos cuesta poner límites a nuestros hijos e hijas?
  • Porque no nos sentimos suficientemente fuertes para enfrentarnos a nuestros hijos.
  • Porque demasiado a menudo somos complacientes con nuestros hijos e hijas para compensar el poco tiempo que les podemos dedicar.
  • Porque cuando nuestra autoestima no pasa por su mejor momento queremos ser aceptados por nuestros hijos.
  • Porque los adultos, el padre y la madre, nos desautorizan mutuamente y seguimos líneas de actuación claramente contradictorias.

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